Cuando uno está solo
sobre el corazón de la tierra
traspasado por un rayo de sol
enseguida anochece.
Salvatore Quasimodo
1.
Una materia tan dúctil como es el lenguaje poético, suele caer en sus propias trampas, sobre todo cuando transitan temas que no se podían frecuentar más que loándolos. Para los poetas era casi que obligatorio honrar al padre, a la madre, la patria, al escudo, a la bandera y el rimador aparecía en ciertos escenarios como un personajillo curioso
para el resto del auditorio, sobre todo porque hacía reír o llorar y era experto en escribir algo parecido a sonetos y décimas sobre dichos temas; la poesía misma se lo permitió si nos atenemos a las formas estróficas de la poesía española. Los académicos y poetas excedieron esa suerte de moldes hasta convertirlos en piezas meramente retóricas y exterioristas, escritas justamente para leer en voz alta a un auditorio que sería conmovido hasta las lágrimas. Ese peregrinar de la poesía, llegó muchas veces de forma oral, es decir, aprendida a través de la memoria a todas las comarcas. Hizo que se insularizara, por lo menos en el caso colombiano, en el entendido de que países como Perú, Chile y en algunas voces argentinas, se pusieron a tono con las vanguardias europeas, hallando nuevos senderos en el espíritu americano. El siglo XX evolucionó hacia una poesía más para el oído interno, el poeta no grita, ese oficio le corresponde a los políticos. En Colombia digamos que nos quedamos más tiempo embelesados en escribir sonetos y otras formas métricas muy atractivas para un pueblo como el colombiano dado a la oralidad y con ella a la exaltación de personajes y paisajes por demás desfigurados en el tiempo. Algunas formas del poema fueron utilizadas muchas veces hasta el cansancio y la ridiculez. Esos instrumentos literarios, especialmente el soneto y las décimas han reflejado esa condición de oralidad. La poesía colombiana viene de una escasa introspección verdaderamente profunda que trascienda lo local hacia lo universal sin paredes, con esa fuerza y cuerpo poético que dejó Vicente Huidobro, el chileno, o algunos peruanos como Cesar Vallejo, Emilio Adolfo Westphalen, Cesar Moro, y en Colombia Luis Vidales, una voz vanguardista en medio de voces anodinas, ellas rompieron esos anaqueles de la retórica. Buena parte de la poesía que se escribió en Colombia, digamos que hacia mediados del siglo XIX y casi todo el siglo XX, apenas está soltando ese sujetador de una lírica costumbrista y un decadente modernismo.
La poesía transita el borde de ciertos temas que pueden terminar estropeándola, sobre todo porque tiene un receptor muy singular, le llega por azar a un posible lector desprevenido, sobretodo, en lugares en los que escasean los libros. En fin, el espectro del receptor de poesía es indefinido, en el sentido del lenguaje. El poeta de hoy se ha exigido, ha venido sosteniendo un cuerpo poético nuevo, producto de toda la experimentación con el lenguaje y el cuerpo del poema; el siglo XX fue de identificación en todas las formas del arte; durante todo el siglo pasado la poesía se mantuvo en una constante ebullición, un tránsito que exige más comprensión de su estado mutante. Se procura que la poesía que propone este libro encuentre unos poemas esperanzadores, una poesía viva, actuante, no esa servidumbre manierista de escribir poesía en ciertos ámbitos, exagerando el trance de la existencia. Lo que estos poemas reflejan es esa translación por la vida en la que llega un momento en el que aparece la pregunta del poeta en ese merodeo por la vida, luego el poeta se solaza en el tiempo y lo metaforiza con ironía, con humor, con fortaleza y en pocas ocasiones con la nostalgia del tiempo ido. El hombre de ahora identifica más su existencia, por tanto sabe mantener un buen diálogo con la soledad; visto este grupo de poemas genera un gusto por esa especie de inventario que encontrará el lector en este libro, poemas que son como un prisma de muchos rostros de un solo rostro que van apareciendo y que quizá ya no se refleje él mismo en el agua de Narciso. En todo caso es una summa del cuerpo como bien lo versifica el poeta cubano José Martí, Cada cana es la huella de un rayo que pasó, sin doblar mi cabeza. Ese rostro procura este libro. La presentación de los poemas en un arbitrario orden cronológico nos señala que el tema de la vejez ha inquietado a los poetas desde tiempos pretéritos cuando el hombre todavía era joven en su nomadeo por la tierra inventando cercas, límites, implantando nuevas barbaries. La Biblia misma se ocupa de ese movimiento cíclico del hombre; el Génesis da cuenta de ello, El Eclesiastés, libro sapiensal, el libro del predicador, y de allí se desprenden unas de las máscaras de la poesía de las que hablaraOctavio Paz. Entonces aparece la poesía mística, pero antes en el tiempo del hombre está la poesía greco latina y el paganismo del poeta.
2.
En otras miradas nos encontramos con el asunto de la vejez, miradas finiseculares, esos periodos de la existencia del hombre en comunidad y lo que significa su paso por ella y las responsabilidades que tienen los estados en cuanto a los deberes con sus moradores, en el entendido de que su paso por esta tierra tiende a demorarse un poco más que en siglos anteriores. En el libro sobre La Vejez que escribiera en los 70, Simone de Beauvoir avizora esa perspectiva de nuevos acomodos del hombre en la sociedad. Las recientes tecnologías y el nuevo orden empresarial entienden que ha surgido un “nuevo” viejo que exige y merece nuevas atenciones del cuidado regulado de manera comprometida por los estados, y que no pase aquello que poetizara Jorge Robledo Ortiz con el poema, Siquiera se murieron los abuelos, aunque de tono regional, propone el desacomodo de este grupo humano.
…Hubo una Antioquia sin genuflexiones,
Sin fondos ni declives.
Una raza con alma de bandera
Y grito de clarines.
Un pueblo que miraba las estrellas
Buscando sus raíces.
Siquiera se murieron los abuelos
Sin ver como afemina la molicie…
El viejo de ahora, es quizá un viejo más individual, digamos que el tecno-mercado ha hecho más independiente su manera de vivir. Claro que aquí entraríamos en un meollo en el que interviene la religión y el concepto de familia patriarcal, entonces al hombre adulto se le va arrinconando porque no hay conexión, y esa es quizá una de las fuentes de Bioy Casares, en la saga Diario de la guerra del cerdo, hay una confrontación generacional; Las comunidades religiosas se han ocupado del viejo, encerrándolos en hospicios, en asilos, (vaya palabreja para la dignidad del anciano), recibiendo las sobras de los empresarios y el asistencialismo de unos estados fallidos, pero la longevidad del hombre moderno lo viene acostumbrando a las nuevas moradas no satelizadas por el clero, allí esperan el último aliento. Lo dicho anteriormente lo han testimoniado algunos escritores como Samuel Becket en su vida y obra, o en el caso de uno del vecindario, el venezolano Adriano González León con su espléndida novela Viejo (Editorial alfaguara, 1995) sobre el tema, en ese “largo vagabundeo alrededor de la muerte”; fresco de la vida existencial de ese viejo pensante que hace llevadera o agobiante la caída. Novela de total introspección sin tapujos morales. Saga escrita en cortos e intensos capítulos de una fuerza poética que se asoma al delirio. Transcribo un capítulo con el doble propósito de observar la intensidad del relato y la confirmación de que la prosa también poetizó la vejez. Veamos:
Viejo no significa enfermo, dicen los manuales optimistas. Pero ¿Qué es entonces este dolorcito en la espalda? ¿Qué pasa que no pudo cruzar o descruzar las piernas? ¿Por qué ya no es tan segura la pisada? Uno se engaña, se da fuerzas, se miente. No pasa nada. Es por el mal dormir. Y otra cosa: caminé más de lo debido. Uno no puede andar así como así, dando saltos, por la ciudad, metido entre vendedores ambulantes y tarantines y automóviles escandalosos. Hay varios huecos que uno debe evitar con los brincos. Y aceras rotas. En algunas rejas falta la reja de la alcantarilla y hay escombros, maderas, cartones olvidados, desperdicios. Es necesario saltarlos, esquivarlos. Movemos el cuerpo más de lo debido. Sí. Eso es. Por ello vienen después los dolores. Claro, por eso. Dice uno. Pero lo dice, nada más. No lo cree. En el fondo sabe que hay algo en los músculos que no va. Algo que no marcha en los huesos. Algo que no camina en la cabeza. Pero siempre hay las justificaciones. ¿Cómo no voy a tener dolor en los músculos si anoche lo que hice fue dar vueltas en la cama? Claro…Claro…El insomnio es lo que friega. Sin embargo el insomnio es duro y negro y es como un torbellino y es de nunca
acabar. Es asfixiante. Da en el pecho. En los codos. Le duerme a uno los brazos. Le late en la cabeza. Le pica en los oídos. Le salta en la nariz. Se le retuerce en el estómago. Dan ganas de orinar y uno se para y va hasta la poceta y no orina nada.
Unas gotas nada más, unas gotas que le mojan el pantalón de la pijama y uno vuelve chorreado y húmedo a meterse en las sábanas.
Entonces el frío tampoco deja dormir, se pega la tela y al rato se vuelve a sentir ganas y uno regresa al baño, hace el esfuerzo, puja y tampoco sale nada y se vuelve a meter en la cama, y da vueltas, suda, respira, tose, siente que un ratón le corre debajo de la piel, siente una pluma sobre los labios, siente un tornillo en las sienes, siente un murciélago volando, siente un ruido de motor con río y máquina de moler piedras y pala mecánica y bola de hierro que golpea las paredes y una cierta nube que atosiga y confunde las visiones.
Como es también el insomnio de verdad. Uno no inventa nada, no sueña. No tiene pesadillas, pues está bien despierto. Las cosas feas en los sueños ocurren como si estuvieran detrás de un vidrio. En el insomnio están aquí mismo, sin separación, bien sudadas. Porque ese sudor es lo más hostigante. Los presentimientos nos meten miedo. Nos meten fríos y temblores. Uno suda porque no duerme. Pero a la vez no duerme porque suda. Allí se va yendo la noche. Allí se va yendo la vida. Porque cuando uno se queda dormido ya es solo un guiñapo, un trapo encogido, un muñeco de paja tirado entre las sábanas y el cobertor arrugado, hecho una lástima, una sobra de hombre, una porquería, un resto iluminado por el sol, despertado por el sol que se mete con un chorro furioso por la orilla de la ventana y nos da justo en la frente como una pedrada.
La vejez, del mismo modo es visitada por la escritora sudafricana Doris Lessing, premio nobel de literatura (2007). En algunos de sus estudios críticos el tema no deja de tener relevancia, al igual que en sus obras de ficción como es el caso del libro de cuentos Las Abuelas, relatos en el que el paso de la mujer adulta y sus roles en la sociedad moderna, genera toda suerte de comentarios en cuanto a su soledad o la compañía con sus amigas y los hijos para hacer llevadera la soledad y esos comentarios con respecto a los hijos que ven crecer como este fragmento de uno de sus cuentos: “Las parejas jóvenes con hijos constituyen un tema interesante: la época de cambio, el momento crítico. Durante un tiempo, los padres primerizos, seres sexuados por definición, se saben observados, objeto de comentarios, foco de atención, y tras ellos o alrededor corretean los preciosos hijos –“Ay, que chico más guapo, que niña más preciosa, ¿cómo te llamas? ¡Qué nombre más bonito!”- y luego, de repente, o así parece, es como si los progenitores, ya no tan jóvenes, se encogieran, perdiesen estatura; en todo caso, pierden color y lustre. “Cuántos años dice que tiene él? ¿Y ella…? Los vástagos se espigan y les roban el encanto. Las miradas dejan de seguir a los padres para ir tras ellos. Qué rápido crecen hoy en día, ¿eh?”
En el libro Diario de la guerra del cerdo de Adolfo Bioy Casares plantea una confrontación generacional contra los cerdos (viejos). La novela traza un careo sin cuartel y gana el más fuerte, el joven. El primer capítulo despliega esa arrogancia con la muerte del diarero don Manuel, sin razón alguna. Toda la historia es un cruce de sucesos violentos, de ahí que algunos la tilden de novela de ciencia ficción o hiperrealista por cuanto esta confrontación tan cruenta no puede ser posible más que en la ficción. La historia ocurre en función de la vida de Isidoro Vidal, un hombre mayor, que lo mantiene en constante peligro con la otra generación. Algunos lo tratan de joven, pero no por ello debe huir de la jauría que incluso lo tiene marcado para su propia muerte. En el discurrir de la novela todo se va haciendo más radical, lo que hace imposible la cotidianidad de Vidal y sus amigos “los muchachos”, los que siempre verán la agresión y la muerte. En ella se encuentran una suerte de axiomas como estos:
-La vida social es el mejor báculo para avanzar por la edad y los achaques.
-He llegado a un momento de la vida en que el cansancio no sirve para dormir y el sueño no sirve para descansar.
- En cualquier parte los primeros en llegar son los viejos.
Barrio la Macarena
Calle de la deshonra
Bogotá, 2015